Ernesto Sábado
Se cae el sábado. Se desploma sobre una serie de cinco días. Como una consecuencia inevitable del almanaque. Como una necesidad del viernes. Como una premonición sistemática del domingo. Hay horas en los que se estanca: es sábado, es sábado, es sábado. Como si toda mi vida transcurriera en un sábado a la tarde. Y otras en los que pareciera precipitarse resacoso sobre el umbral del domingo. Sábado de instantes variables. Sábado de texturas livianas. Sábado perfumado con los olores de mi casa. Coloreados con los tonos del sol de invierno. Ocres. Sábados sepia. Sábados domésticos. Sábados que se pueden tocar. Acariciar. O incluso golpear contra los atriles grises de la rutina.
Sábados que se van y se pierden para siempre. Sábados que escatiman relevancia en mi memoria. Que se olvidan como se olvida una película mala. Un amor de verano. O una pelea estúpida.
Sábados como aumentos. Que me sacuden insistentes dejando al desnudo esa parte de la realidad que el resto de la semana, no quiero ver.
Sábados que se van y se pierden para siempre. Sábados que escatiman relevancia en mi memoria. Que se olvidan como se olvida una película mala. Un amor de verano. O una pelea estúpida.
Sábados como aumentos. Que me sacuden insistentes dejando al desnudo esa parte de la realidad que el resto de la semana, no quiero ver.
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